Formación y aprendizaje en la educación: La letra con sangre entra

A medida que adquirimos formación y experiencia vamos fortaleciendo nuestro conocimiento, capacidad de análisis y comprensión sobre lo que nos rodea. Empezamos con ese proceso prácticamente desde que nacemos y con el tiempo vamos “aprendiendo a aprender” para ir creciendo y madurando cada vez más, o al menos así es como debería ser.

El objetivo del aprendizaje es adquirir conocimientos y habilidades que nos permitan afrontar con éxito las distintas situaciones desafiantes que iremos enfrentando a lo largo de la vida. En la actualidad hay evidencias que sugieren distintas alternativas educativas que permiten desarrollar las habilidades cognitivas, sociales, físicas y emocionales, además de fomentar la creatividad.

En el pasado se pensaba que era el esfuerzo y el sufrimiento lo que determinaba la evolución positiva del aprendizaje, por lo que durante mucho tiempo la coerción y el castigo asociado a la disciplina eran considerados como el mejor modo de proceder para conseguir que el conocimiento se entienda y se asimile.

A finales del siglo XVIII Francisco de Goya pintó un cuadro denominado “La letra con sangre entra”. Fue una crítica mordaz sobre el sistema educativo de aquella época, en el que la severidad en los castigos era un elemento muy presente en el aprendizaje. Goya quiso plasmar en esa pintura su desprecio a un modo de educar basado en el miedo y la amenaza.

La pintura muestra el aula de un colegio en la que un maestro, que aparece sentado en el lado izquierdo de la imagen, azota con un pequeño látigo las nalgas desnudas de un alumno inclinado para recibir su castigo. Junto a este se muestran otros dos niños que, con actitud triste, se recolocan sus ropas después de haber recibido también la misma medicina correctora, mientras que el resto de los alumnos aparecen atentos a sus tareas y lecturas, como paralizados por el miedo y sin desviar la mirada.

Durante mucho tiempo “La letra con sangre entra”, el dicho que sirve como título de ese óleo sobre lienzo, ha estado presente en la cultura española como un modo de dar a entender que el aprendizaje a veces requiere de disciplina estricta o incluso de castigo severo, aunque tradicionalmente se ha asociado, casi en exclusiva, al castigo físico como opción correctora del maestro sobre el alumno.

Aún hoy en día, si se entra en debate sobre el significado de este dicho popular, nos podemos encontrar a quienes pretenden justificarlo desde un punto de vista estrictamente metafórico, cuyo mensaje solo pretende incentivar la disciplina y mantener la cultura del esfuerzo. Pero en realidad no se trata de ningún incentivo, sino más bien de una forma de amenaza sobre el alumno que antes era aceptada incluso por una mayoría considerable de padres como la manera apropiada de proceder, una forma de entender las cosas que ha estado presente en muchas culturas y épocas, entendiéndola como el camino más corto para escapar de la ignorancia.

Personalmente, dudo mucho que el miedo al castigo físico pueda incentivar el estudio o corregir una actitud de desgana o desmotivación, o que una bofetada delante de los compañeros de aula pueda hacer que un niño “aprenda a aprender”. Más bien podría hacer que desprecie el estudio y lo que realmente aprenda sea que la violencia es el camino para solucionar las cosas.

Francisco de Goya reflejó ese mismo pensamiento en su pintura haciendo una referencia gráfica explícita sobre la situación de la educación en su época. Pero aún en la lejanía que tenemos con la sociedad de 250 años atrás, esa crítica hace que a muchos nos vengan ciertos recuerdos sobre este asunto que no distan tanto en el tiempo, pero por los que nos sentimos identificados con su mensaje.

Hace más de cuatro décadas que dejé atrás mi etapa escolar. Con lo de “etapa escolar” me refiero a lo que antes se denominaba “Educación General Básica”; ese periodo en el que se suponía que aprendías lo “básico” antes de afrontar la siguiente fase formativa, ya fuese la preparatoria de acceso a la universidad o la de alguna formación profesional previa antes de lanzarte al mercado laboral.

Mi caso particular no fue nada especial, solo me considero un resultado más de un modo de enseñar que, en casos extremos, a veces parecía creado por psicópatas o por personas carentes de empatía.

Como consecuencia de ello creo haber compartido, en algún momento inmediatamente posterior a aquel periodo y con mucha gente de mi edad, al menos cuatro daños colaterales capaces de condicionar el proceso de madurez de cualquiera: el sentimiento de culpa, el pesimismo, el miedo y la desmotivación; unas heridas morales que algunos lograrían superar, pero que otros posiblemente aún arrastren en forma de complejos o de baja autoestima.

¿Exagero?, yo creo que no…

Aquella infancia transcurría en los años de la transición a la democracia en España, tiempos de cambios que todavía no se apreciaban en un sistema educativo que, pese a los nuevos aires de modernidad, seguía siendo demencial en determinados colegios, sobre todo en los situados cerca de las zonas obreras más humildes.

De los largos años que estuve en el colegio donde pasé toda la etapa de primaria mantengo recuerdos agridulces; ciertamente existieron momentos felices, pero la sensación predominante durante ese tiempo fue la del temor que sentía cada día al recorrer el camino que me llevaba hasta allí desde mi casa.

No hay que ser un lince para entender que un niño no puede tener miedo a recibir educación, sino ilusión. Si no existe ilusión por aprender es porque hay algún factor que lo está impidiendo y en buena parte esa es una probable señal de fracaso del profesorado, no del alumno.

teacher and a group of children standing beside table with globe
Photo by Tima Miroshnichenko on Pexels.com

En mi caso no sé si ese “factor destructor de ilusión” estaría relacionado, por poner un ejemplo, con la dificultad que pudiera tener un crío de 12 años para entender y “apreciar” el aprendizaje recibido de un brutal bofetón que le dejara literalmente impresa la mano del profesor en la mejilla. Tampoco de haber vivido la humillación de pasar por esa misma escena en más de una ocasión delante del resto de la clase. Aunque como decía antes, no fui una excepción, simplemente una víctima más de aquello.

Recuerdo la reacción de temor y silencio que se producía en todos nosotros ante aquella especie de ejecución pública de la que éramos testigos de tanto en tanto, una reacción que también se ve reflejada en la pintura de Goya; será porque la inocencia y la fragilidad de los niños ha existido siempre y en poco se diferencian en ese sentido con las de hace dos o tres siglos.

Estas escenas obviamente no se producían con todos los profesores, debe quedar claro; los había con una gran vocación por la enseñanza y que mostraban una enorme paciencia y cariño hacia los alumnos, pero sí había una representación nutrida de cafres que hoy habrían sido apartados de la profesión por no estar muy bien de la cabeza.

Lo irónico en mi caso es que el colegio de la provincia de Barcelona en el que estuve todos aquellos años se llamaba “Divino Maestro”, un nombre que parecía haber sido elegido por alguien con un cierto gusto por el humor negro o por el sarcasmo cruel.

Con lo del castigo físico del que fui testigo y víctima no estoy hablando de travesuras o errores que hoy en día se considerarían menores y propios de la inmadurez de cualquier niño. Me refiero a tremendos guantazos por actos tan “supuestamente intolerables” como no calcular con precisión la distancia mínima necesaria para ceder el paso al profesor antes de entrar en el aula, o la torpeza de que se cayera un libro al suelo en mitad del silencio militar impuesto. Tremendas faltas de respeto en aquella época…

De alguno de este tipo de actos sacrílegos que cometí y del castigo que recibí jamás olvidaré lo mal que me sentí, ni la vergüenza que pasé delante de todos los compañeros, ni las lágrimas silenciosas que dejé en el pupitre. Pero supongo que lo importante, desde el punto de vista de aquellos profesores de mano inquieta, no fueron ni las lágrimas, ni la vergüenza, ni los daños morales posteriores, sino que aún hoy no hay momento en el que ceda el paso a alguien o que me caiga un libro al suelo que no sienta que me arde la cara.

Curiosamente, unos años después escuché de forma casual a uno de aquellos profesores en una entrevista en la radio local, durante la campaña previa de unas elecciones municipales. El personaje se presentaba como candidato para concejal de cultura por un partido político de ámbito autonómico que no viene al caso. Durante aquella entrevista un oyente envió una pregunta sobre la opinión que le merecía al candidato a concejal el castigo físico en los colegios; una cuestión que, recién entrados en los ochenta, empezaba ya a ser considerada cosa de otros tiempos, pero que aún seguía presente, sobre todo en el recuerdo de los que no hacía mucho que habían pasado por ello.

Siempre he sospechado que aquella oportuna pregunta llegó a la emisora de parte de algún antiguo alumno anónimo con clara intención de poner al sujeto en un aprieto.

La respuesta del profesor fue tan cínica como política; “en su larga etapa como maestro, siempre se había mostrado radicalmente contrario a esa manera infame de educar y consideraba que cualquier castigo físico debía ser totalmente erradicado de la educación”. Cosas de la coherencia y de la honestidad…

Actualmente el castigo físico ya no está presente en las escuelas, al menos en algo hemos avanzado, aunque es verdad que en algunos casos nos hemos pasado de frenada y son ahora los propios profesores los que acuden con miedo a las aulas.

Sirva este contenido como mi humilde contribución a lo que no se debería tolerar en cualquier persona con la responsabilidad de educar. Enseñar bajo la amenaza y el miedo al castigo o a la humillación solo consigue lo contrario de lo que se pretende y contribuye a provocar nocivos sentimientos de culpa, pesimismo y desmotivación, algo que no todos son capaces de superar y que, de un modo u otro, impactará en cómo afrontará el resto de su vida.

Por ir acabando…

Todos los seres vivos cuentan con la capacidad de asociar un estímulo externo a una respuesta interna, el resultado de esta combinación es el aprendizaje de una conducta. El provocar determinados estímulos de manera constante hará que ese aprendizaje siga su camino hacia una u otra dirección. ¿Hacia qué dirección podemos esperar que se dirija el proceso de madurez en un niño si el estímulo está basado en el castigo físico y la humillación?

En definitiva, aunque no deja de ser cierto que el castigo asociado a la disciplina hace que se aprendan las cosas, tal como da a entender el dicho “La letra con sangre entra”, también es cierto que hacer ameno el aprendizaje aporta muchas más ventajas en el desarrollo de la personalidad y de la actitud de cualquier persona, desde la ilusión por aprender a la motivación por seguir aprendiendo.

Miguel Ángel Beltrán


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